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Colorín, pingajo y hambre. Carta a los lectores de Paco Cerdà, autor de «14 de abril», II Premio de No Ficción Libros del Asteroide

En el principio fue el color, y el color era con Asteroide, y el color era Asteroide.

El rojo barón Corvo. El azul Nancy Mitford. El naranja de Dos inglesas y el amor. Así comenzó todo.

Sobre mi mesa refulge una paleta de pantone en forma de libros. Algunos de ellos componen la trastienda de 14 de abril.

Por ejemplo el azul de Viaje a la aldea del crimen, una crónica brutal de Ramón J. Sender sobre el atroz aplastamiento que las fuerzas del orden republicanas llevaron a cabo en Casas Viejas. Muertos, abusos, contradicciones políticas. Valentía periodística. Fuera prejuicios. Una mirada humana por encima de todo lo demás.

Por ejemplo el fucsia de Juan Belmonte, matador de toros, escrito por Manuel Chaves Nogales. Cada vez que la leo me impresiona esa primera frase, ese arranque celestial: «Juan es un niño atónito, que cuando asoma por las tardes al portal de su casa con el babadero recosido y limpio, llevando en las manecitas la onza de chocolate y el canto de pan moreno que le han dado para merendar y contempla el abigarrado aspecto de la calle desde la penumbra del zaguán, se siente sobrecogido por el espectáculo del mundo, y se queda allí un momento asustado, sin decidirse a saltar al arroyo». Amén.

Por ejemplo el gris de Vida de Manolo, de Josep Pla. Una semblanza extraordinaria que va de lo micro a lo macro, de lo socarrón y anecdótico a lo grave y profundo. Contiene, además, una joya deliciosa para connaisseurs: la presentación la escribe Jorge Herralde en 2008, tres años después de haber nacido Libros del Asteroide, y la remata con estas palabras: «Le deseo a Luis Solano mucha suerte en esa maratón editorial que está empezando con acierto. Y que la siga mereciendo». Bendición bautismal.

En el principio fue el color, decía. Su tremendo magnetismo en los anaqueles para la cofradía Asteroide. Una sociedad secreta conformada por libreros y lectores. También por autores. Después, fetichismos aparte, cautiva el contenido. La prosa seca y poética y trufada de anáforas de Eduardo Halfon (leed Duelo y coleccionad grises Halfon). La garra adictiva de Pedro Mairal en las crónicas de Maniobras de evasión. Ese triángulo de la crónica valiente que conforman Operación masacre, de Rodolfo Walsh, Historias reales, de Helen Garner, y Tres periodistas en la revolución de Asturias.

Hay muchos colores que deslumbran. A mí me piden unas líneas sobre uno de color morado. El número 284.

A estas alturas, y para no aburrir, quizá valga la pena subrayar tres anécdotas que casi nunca cuento.

Una. El libro lo escribí con un fetiche al lado del ordenador: un duro de plata de Alfonso XIII, de 1899, comprado en la numismática de Filatelia Monge (85 euros, el capricho). La moneda muestra un rey adolescente. Un rey nacido rey por la gracia de Dios. Un monarca que en aquella jornada –un martes de primavera– iba a ser destronado.

Dos. El libro tiene 49 fragmentos. No es casual. Aquella semana del 14 de abril se iba a leer en las iglesias y los monasterios el Libro del Apocalipsis (era el tiempo litúrgico de la segunda semana de Pascua). El 7 es el número por excelencia del Libro del Apocalipsis. Siete sellos, siete trompetas, siete copas. 7 x 7 = 49. En mi anterior libro, El peón, articulé la estructura en 77 fragmentos, uno por cada movimiento de la partida de ajedrez que enfrentó al niño prodigio Arturito Pomar con el americano Bobby Fischer. Un estructuralista de manual. Modernismo.

Tres. Las horas litúrgicas dividen el libro. Prima, tercia, sexta, nona... ¿Por qué? Quería que el paisaje sonoro de la jornada –junto a La Marsellesa o La Internacional– fueran las campanas de la Iglesia, tan decisiva en los años de la República. Un detalle. O no solo.

Vuelvo a los colores. Al pantone sobre la mesa. A los referentes.

Como en Viaje a la aldea de crimen, me interesaba poner el foco en los abusos al pueblo cometidos aquella jornada. Los nadies. Los olvidados. Los emilios, las cándidas, los franciscos. El telegrafista, el ayuda de cámara, el plumilla. El pueblo.

Como en la obra de Chaves Nogales –salvando distancias, sobra decirlo– me negaba a caer en maniqueísmos. Si debo quedarme con un piropo (disculpen la vanidad), me quedo con esta frase del periodista de La Vanguardia Salvador Enguix: «Paco Cerdà es el más ‘chavesnogalista’ de los periodistas que conozco». Como habrán supuesto, Salva es amigo.

Y como en la Vida de Manolo –amb permís, senyor Pla–, intentaba que cada una de estas teselas mínimas dibujase mejor el paisaje emocional del día en que se proclamó la república. De lo micro a lo macro.

Pero tampoco nos pongamos estupendos. Como advertía doña Rosa entre las mesas del café de La Colmena, no perdamos la perspectiva: En el principio fue el color.

Ya lo dijo Max Estrella: «Las letras son colorín, pingajo y hambre».

Reciban un abrazo.

Paco.

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