Chaves y nosotros, un texto de Ignacio F. Garmendia sobre la obra del escritor sevillano.
Más allá de su calidad literaria, el renovado protagonismo de Manuel Chaves Nogales se explica por la absoluta pertinencia de su relectura en unos momentos en los que en España, agotado el impulso conciliador que hizo posible la restauración de la democracia, han resurgido la polarización, el frentismo y los discursos de trinchera. No menos que al periodista comprometido e insobornable, celebramos en Chaves al escritor ágil y bienhumorado cuyo estilo, indisociable de la intención, lo ha elevado a la categoría de clásico. Pero el encanto, la frescura y la modernidad de su prosa se benefician sin duda de la inobjetable actualidad de su «ideal humanista», al que se aferró en unos tiempos en los que la radicalización ideológica, incubada en los años de entreguerras, estuvo a punto de acabar con el mundo libre.
La prematura muerte de Chaves en plena madurez, a una edad en la que cabía esperar mucho de quien tanto había dado, nos privó o privó a los supervivientes de la derrota del nazismo de una de las voces más lúcidas de su generación, pero no es difícil imaginar lo que habría pensado del imperialismo soviético, por ejemplo, o por mirar al otro lado del mapa de la lamentable profusión de caudillos en el continente latinoamericano. En lo político, Chaves se mantuvo fiel a su republicanismo de estirpe liberal e inspiración azañista, o sea de matriz francesa, pero más que su ideario específico interesa e impresiona el coraje cívico con el que defendió la idea de la democracia parlamentaria en su periodo de mayor descrédito, cuando incluso en las naciones que no habían sucumbido a la seducción de los totalitarismos una parte importante de la opinión pública desconfiaba de sus instituciones y dirigentes.
El famoso prólogo de A sangre y fuego consigna con toda claridad su condición de «antifascista y antirrevolucionario por temperamento» y su «protesta contra todas las dictaduras, incluso la del proletariado». Pero desde mucho antes de esas palabras diáfanas, que nadie expresó con mayor claridad durante la Guerra Civil, Chaves había dejado sobrada constancia de las mismas convicciones. Estaba por así decirlo bien entrenado, después de haber visto sobre el terreno –y contado sin callarse nada– los efectos del despotismo bolchevique, hitleriano o fascista, las tres caras de la hidra que amenazaba a las debilitadas democracias occidentales. También vio cómo la República en la que tantos españoles, incluido él mismo, habían puesto sus esperanzas, era combatida por los radicales casi desde el principio mismo de su andadura.
En un contexto, no sólo español sino europeo, que favorecía los extremismos, las proclamas desaforadas, la dialéctica de los puños y las pistolas, Chaves enarboló la bandera de la libertad, pero también asumió con vigor la apología de un sistema político desprestigiado, atacado desde todos los frentes. Mientras muchos intelectuales se dejaban fascinar por el espejismo totalitario, el cronista sevillano mantuvo el ánimo sereno y la capacidad crítica intacta, y ello le permitió firmar textos tan impresionantes como La agonía de Francia. Pocos fueron tan conscientes de lo que estaba en juego. Leerlo hoy es no sólo disfrutar con su maravillosa escritura, sino entender justamente eso, que nos jugamos mucho si por temor, por pusilanimidad o por pereza les dejamos la iniciativa a los redentores y los salvapatrias.